Hola, amigos y amigas. Estamos en vacaciones y tendrán hijos y nietos dispuestos a escuchar un cuento. Pues bien, yo les dejo este esperando que le guste.
Lo escribí antes de tener el ictus.
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LA CUENTISTA
Había una vez una Cuentacuentos que siempre tenía algún cuento para contar a todos
los niños que deseaban escuchar sus historias.
Un día de primavera, cuando ésta estaba en todo su esplendor, salió a pasear
deleitándose con las flores de los jardines. Le encantaba la naturaleza, así que se sentó
en un banco de un parque a la sombra de los árboles florecidos que lo rodeaban. Desde
allí observaba a los niños que jugaban alegres y contentos con sus juguetes preferidos,
mientras otros corrían detrás de la pelota. Podía oler el aroma de las flores y oír el trino
de los pajarillos al tiempo que contemplaba la zona infantil, rebosante de vida, risas y
felicidad.
Distraída en los juegos de los chavales, no se dio cuenta que ella también era observada
desde el otro extremo del parque. De pronto, se vio rodeada por un grupito de niños y
niñas que preguntaban todos a la vez:
-¿Cómo te llamas? Tú eres la cuentista de los cuentos, ¿verdad? ¿Por qué estás aquí?
¿Nos vas a contar un cuento?
La Cuentacuentos sonrió dulce y afable, al tiempo que preguntaba:
-¿De verdad queréis que os cuente un cuento?
-¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! –gritaron todos contentos.
-Pues vamos allá.
Érase una vez dos niñas llamadas Adelaida y Elizabeth, que vivían en el campo muy
lejos de la ciudad. Las personas que habitaban en aquel lugar eran todas muy pobres.
Adelaida vivía con sus papás y sus hermanos mayores. Su casa estaba construida dentro
de una cueva. No tenían agua, por lo que tenía que ir a la fuente o al río a por ella con
un cántaro. Tampoco tenían luz eléctrica para alumbrarse cuando era de noche. Se
alumbraban con un candil de aceite, en el cual se le ponía una especie de mecha para
que ardiera y su llama, similar a la de una vela, daba luz a la estancia. Cuando iban de
una habitación a otra, cogían el candil en la mano y así veían por donde andaban.
Elizabeth vivía con sus papás y dos hermanos más pequeños que ella, en otra casa
similar y en las mismas condiciones que la de Adelaida.
Estas dos niñas eran amigas inseparables. Siempre estaban juntas. Jugaban sin juguetes
porque la pobreza de su familia no le permitía comprar ninguno, pero aun así, eran muy
felices.
Adelaida se construía ella misma sus casitas en la tierra, igual que su papá construyó la
vivienda donde vivía junto con su familia. Cuando a su mamá se le rompía algún plato,
Adelaida cogía los trozos rotos ya que era lo único que podía aportar a su casita. Esos
trozos de loza era lo más parecido a los juguetes de cocina. También se hacía las
muñecas de trapo, que compartía con Elizabeth.
Un día pasó algo terrible. El destino negro de Adelaida se cruzó en su camino
sembrando toda su crueldad, la cual alcanzó a la niña plenamente.
En menos de un segundo los ojos de Adelaida se quedaron sin luz.
Ya no podía correr por el campo con su amiga, ni jugar al escondite. No podía ver las
estrellas en la oscuridad de la noche, el cielo azul, las nubes blancas, los pajarillos en los
nidos, las flores silvestres ni muchas cosas más. Pero a pesar de todo, no perdía la
esperanza de que algún día volvería a ver y todo sería igual que antes.
Lo que la niña ignoraba era que los ojos de Elizabeth serían para ella la luz que los
suyos no tenían para guiarla en sus pasos, en sus juegos y correrías por el campo, así
como para leer. La mamá de Elizabeth compró cuentos para que ésta, con la gracia que
solo ella sabía, se los leyera a su amiga querida. A Adelaida le encantaba oír aquellas
historias impresas en aquellos cuentos ilustrados, que tampoco veía, pero que sus
personajes cobraban vida en la voz de su amiga. Y es que Elizabeth leía tan bien… que
Adelaida se quedaba extasiada.
Después de todo tenía suerte, pensaba la niña, de tener una amiga como ella. Su amiga
del alma, la que nunca olvidaría por muchos años que pasaran, como tan poco olvidaría
el calor de la mano en la que apoyaba la suya para dejarse llevar, la bondad de su
corazón con la que la arropaba y aquellas historias que le leía.
Adelaida creció y se hizo mayor, pero también se hizo fuerte, muy fuerte y luchó contra
su destino y contra los obstáculos que encontraba a su paso por la vida. No veía con los
ojos, pero veía con los demás sentidos, sobre todo con el tacto. Amaba a la naturaleza y
a las personas de buen corazón. Y aunque ya no vivía en aquel lugar, en su mente
conservaba las imágenes de cuando veía y en su corazón, el cariño que siempre le tuvo a
su amiga, ahora separadas por la distancia.
Cuando acabó su narración, los niños y niñas aplaudieron a la cuentista. Les había
contado un cuento, pero no había contestado a una de las preguntas.
-¿Cómo te llamas? -había preguntado una niña, la cual volvía a repetir la pregunta.
Ella contestó:
-No importa el nombre, pero llámame Victoria, como la victoria que obtuvo Adelaida al
luchar para superarse ante su destino.
Piedad Martos Lorente